Son los gastos financieros erogados en la búsqueda de un puesto de elección popular. El principio general que debe guiar las erogaciones en las campaña es: ¿cuántos votos se obtendrán con cada gasto?
Los costos han crecido a medida que las campañas se han profesionalizado (por lo que todo su personal es pagado, ya no voluntario) y que han hecho uso más intenso de los medios electrónicos que generalmente son caros, como la televisión, para transmitir su propaganda (hoy la partida más importante del presupuesto de cualquier campaña es la compra de tiempo de radio y de televisión). Paralelamente, ha existido una mayor disponibilidad de recursos para las campañas, ya sea mediante el financiamiento publico (como en el caso de México) o por medio de técnicas más eficaces para recolectar recursos privados (como en Estados Unidos).
Con el propósito de que exista equidad en la competencia electoral, es frecuente que se establezcan topes a los gastos de las campañas. Se trata de evitar que sea el exceso de recursos el factor determinante del triunfo electoral, lo que llevaría a una plutocracia de facto, y que la búsqueda de financiamiento conduzca a los candidatos a establecer compromisos que más temprano que tarde resultarán onerosos para el erario público, la población y el país en su conjunto. Por otra parte, aun cuando no implicaran tales compromisos los gastos altos de campaña se cuestionan en su utilidad y moralidad debido a las condiciones de miseria que privan en el país, de modo que entre mayor sea el gasto en las campañas es más cuestionable frente a necesidades sociales mucho más apremiantes. Por eso, cuando se debate el gasto en campañas, en una estrategia dirigida a ganarse a los votantes, algunos partidos políticos han optado por reembolsar parte de los recursos asignados a las autoridades electorales y en otros casos, los han destinado a programas sociales para beneficiar a los grupos más pobres de la sociedad. Pero lo normal es que el dispendioso gasto de campaña sea empleado por los partidos para suplir su inactividad proselitista en tiempos no electorales y superar la improvisación de candidatos desconocidos por la mayoría del electorado.
Desde el surgimiento de la democracia moderna se han planteado periódicamente medidas para reducir el costo de las campañas electorales mediante la imposición de límites a sus gastos. Algunas se han desechado por las grandes dificultades que entraña su fiscalización efectiva, por lo que a veces, se han propuesto medidas indirectas como la prohibición a los partidos de contraer deudas cuantiosas o la restricción a la compra de tiempo en los medios de comunicación electrónicos para las campañas y aun la prohibición del uso de ciertos instrumentos de propaganda electoral.
Aunque el control de los gastos por los órganos de fiscalización es difícil dados los problemas de definición de lo que constituye el gasto de campaña, de que los recursos gastados pueden provenir de aportaciones no en dinero sino en especie y de que los bienes y servicios utilizados pueden tener múltiples fuentes sin pasar por la administración de la campaña sino consumirse directamente en sus actos, se deben establecer los sistemas de contabilidad y mantener la documentación correspondiente para demostrar el ajuste estricto a los topes legales establecidos, lo cual obliga a mantener una administración interna capaz de generar adecuada y oportunamente los informes que requieran las autoridades electorales, así como de enfrentar cualquier impugnación de los adversarios acerca de estos gastos.
En México, el dispendio en precampañas y campañas es preocupante dada la miseria imperante. Sólo en la campaña para gobernador del Estado de México los gastos en radio y televisión asciendieron a más de 255 millones de pesos. Según el diario EL UNIVERSAL, los candidatos Enrique Peña Nieto, de la alianza PRI-PVEM y Rubén Mendoza Ayala, de la alianza PAN-Convergencia, acapararon el 90% de la publicidad realizada, mientras que Yeidckol Polevnsky, de la alianza PRD-PT, realizó el 10% del gasto registrado.
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