A principios de 1966, Gustavo Díaz Ordaz Bolaños parecía buen Presidente. Sin el carisma de Adolfo López Mateos, su antecesor, era admirado por su oratoria y sentido del humor. Famoso por su fealdad, para deleite de chicos y grandes circulaban chistes al por mayor, muchos de los cuales se debían a su autoría. Por ejemplo: "La gente dice que tengo dos caras; pero, miren, si yo tuviera dos caras ¿creen que usaría la que traigo?".
Ordenado por definición, sus allegados sabían que tenían que ir al grano, estructurar bien sus planteamientos y cumplir al pie de la letra sus cinco reglas:
- 1. Dígame la verdad,
- 2. Nunca me pida disculpas,
- 3. Si viola la ley, pues viólela, pero que yo no me entere,
- 4. Cuidado con lo que me informe,
- 5. Nunca pretenda que yo haga un cambio en el gabinete.
Decía --con razón, lo vemos ahora--, que "el desorden abre las puertas a la anarquía o a la dictadura". Lo que aún nadie imaginaba era que su autoritarismo lo llevaría a ser el iniciador involuntario del desorden en México y a empañar su imagen histórica, a pesar de que sus logros económicos y su evidente amor por nuestro país.
Las reglas de Díaz Ordaz resumen nuestra cultura auoritaria y explican en parte los problemas de hoy. Era abogado, pero lo que le importaba de la ley era ignorar si alguien cercano la transgredía. Se inscribía en la tradición que aún dice: "Las leyes se hicieron para violarse", a la que el también abogado Benito Juárez aportó aquello de: "Para los amigos las prebendas y los dones, para los enemigos, la ley". Hoy, la sociedad de información exige leyes claras y poca discrecionalidad, es decir, choca con el autoritarismo. En ese entonces, aún lo ignorábamos, aún nos faltaba mucho por vivir. Luz María Silva
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