La Torre de Papel. La política es el “rating”
Al observar la información política en nuestra prensa, no sólo debemos considerar los aspectos propios de los medios y de su consumo, o las falencias representativas de las democracias modernas, propias de las sociedades posindustriales. Debemos tener en cuenta nuestra inmediata herencia política autoritaria, la que se ha transmitido y ha permeado nuestra democracia. Una herencia que se ha colado a través de numerosos ritos e instituciones, que tiene un sustrato y peso no menor en el lenguaje. Nuestros medios han trabajado con esta lengua política -y en cierto modo apolitizada-, y pese a su condición de productores de sentido, no han sido capaces de generar, ni tan siquiera de alterar, el léxico político. Lo que han hecho con el discurso político ha sido componerlo con otros lenguajes, a veces el económico, el técnico, con frecuencia el deportivo y generalmente, del show business.
Durante dieciséis años la dictadura había arrasado la lengua, suprimido expresiones e insertado a la fuerza un glosario como nueva realidad. Para tales efectos, basta recordar al psicólogo Hernán Tuane y sus campañas del terror (Plan Z incluido), aun cuando podemos encontrar innumerables ejemplos de esta limpieza lingüística: pueblo, clase obrera, lucha de clases, proletariado, incluso trabajadores o colectividad fueron eliminados del discurso público. Una década y media de presiones permanentes sobre la palabra, que trascendían incluso la esfera pública para incorporarse en el habla cotidiana. Un proceso que condujo a un permanente estado de excepción lingüístico, a una afonía social. No hablar significa también no pensar y no pensar, sabemos, conduce a una suspensión de la interpretación de la realidad.
Los distintos léxicos que sobrevivieron a la violencia han debido reciclarse, pero con el tono vacío, con aquella aparente neutralidad de los medios de comunicación que, bajo la funcionalidad del mercado medido por el rating, traducen, vacían o invierten los idiomas. De allí surge una lengua plana, insensible, llena de exclusiones, de significados muy controlados. El lenguaje político aparece reducido, subyugado al lenguaje de los medios de masas.
“LOS SEÑORES POLITICOS”
La dictadura definía su política como una negación de la política. Cuando Pinochet nombraba a “los señores políticos” no se refería a sus colaboradores, ni siquiera civiles, sino a los políticos como actores, digamos, de un cambio social. Pero aquella apolítica de la dictadura es una política encubierta por tecnicismos y otras inspiraciones, lo que no le quita en nada su carácter político. Y es esto lo que hereda la democracia: una política cubierta por el tecnicismo económico, que clausura la posibilidad de ingreso a cualquier otro discurso político, y redefinido con un lenguaje exclusivamente mediático.
Los medios aceptan la actividad política como un elaborado producto de masas. La modelan y la procesan, le otorgan un carácter medial; en tanto, la política, que no es organización social sino clase política, modela a la vez su discurso bajo las reglas de un spot publicitario, y se adapta al lenguaje artificioso de los medios.
Quien marca la pauta es la televisión, que ha de reducir los múltiples eventos que conforman la realidad social a productos de consumo masivo. La televisión uniforma la política al conjunto de las otras expresiones del medio. Si la política, por razones muy profundas que no cabe aquí entrar a analizar, está en fase de hibernación, busca una salida convirtiéndose en un espectáculo de masas funcional a los intereses de la televisión. Lo que tenemos es una política homogenizada con los elementos propios del espectáculo, una expresión más de la farándula.
El político no está allí para hacer enunciados de cambio social, sino para caer bien, ser gracioso, hábil, ingenioso, parecer informado o inteligente; en suma, ser mediático. No hace falta debatir ni argumentar ideas y propuestas, sino hablar y preocuparse de “los temas de la gente”, en un estilo afín a los formatos narrativos de la televisión. Este es el buen candidato, aquel cuyos valores empaten con la comunicación audiovisual.
Bajo los criterios del espectáculo y del rating -porque la televisión es también una industria y un mercado- el debate político es uno más, ni tan siquiera el más importante, entre muchos otros. Y por tanto, el político ha de entrar a competir con opinólogos y otros personajes públicos y de la farándula. Los ejemplos abundan. Sin ir más lejos, las recientes elecciones municipales registraron no pocos casos de un cruce entre el espectáculo y la política. Aun cuando hubo resultados disímiles, no deja de ser sintomático que la alcaldía más emblemática del país haya sido ocupada por un candidato que ha hecho su carrera en la televisión.
La prensa escrita, que ha sido tradicionalmente el medio de información política, ha tenido que adaptarse al nuevo discurso modelado por la televisión. Y en este afán ha ido aún más lejos. Tal como la prensa de farándula, estos medios utilizan los mismos recursos: generar un producto de estructura dramática, que contenga elementos propios de la crónica roja, para lo cual se nutre de escándalos como casos de corrupción financiera o sexual, como el MOP-Gate o el caso Spiniak. La política, tal como cualquier otra actividad, desde la farándula al deporte, ha de buscar su rating
PAUL WALDER |